Un rojo desde el suelo
se levantaba hasta tocar el cielo.
El día, nomás acostado,
como si tardara en desangrarse hasta finales,
desde ser sacrificado en el ocaso,
ya se despertaba, tocado de los dedos
bermejos de aurora.
También las casas parecían pintarse ahora
las caras de humo y sucio de estrada,
para vigilar desde las pestañas bajadas
la llegada de visitantes adelantados
delante de las barracas al borde del mercado.
Zapatos huecos besaban las aceras
como si bailaran al ritmo de las guarañas
que desbordaban bajo las puertas,
unas viejas, además de las más novatas.
Y, de la misma manera,
era tan noche como mañana,
tarde demás y demasiado temprano.
Un rojo sólo rojo como si lloviera
sangre sobre la tierra entera
nos ahogando
desde la vigilia
hasta las pesadillas.
“¿Quién era el tipo que Le acompañaba?”.
Ella tenía algunas décadas, la espalda curvada,
sobre la cabeza un blanco recalcado que quisiera
explotar de su cabellera.
Dijo algunas cifras espantadas –
no bien comprendidas para un intruso en portugués,
fechas, direcciones, números de pasaporte,
de quien se contestaba, nada guardaba,
sino en la boca una copa de besos
echados a perder, más nada.
Pedro Juan Caballero: de éste caballero, sí, me acuerdo,
El corazón yermo llano como los brasileños, ricos y pobres,
y lleno de chicas recién llegadas, tan lindas
si las comparas con nosotras de más edad,
a nosotras nos toca le belleza postiza de maquiajes y tintasescondodidas na penumbra en la que ve menos de cuanto se imagina.
Mi habitación, la compartía con otros vasos sin ganas,
que tendían en los dedos sus cigarrillos muertos.
Había un devano heredado, ¿o la memoria me engaña,
tendría sido hurtado?, al alquilarlo, ya estaba allá
sobre el que también volcada y fumando me creía
colmar de falsa languidez indolente
el sin-hacer en las orillas del río-corriente.
Porque estuve menos hermosa, menos lista al amor,
yo misma, la callejera, conduje desde la china
Ciudad del Este, hacia Curitiba,
la polaca. Tal vez porque un clamor
desde el mar a todas nos invocaba serenas.
Y todas las ciudades por las que pasamos
nos ofrecieron sus virtudes venales:
en las tiendas, bares y hospitales,
y todos los sitios donde pasamos o no tardamos siquiera,
con tal de que pagáramos el precio establecido,
fuimos muy bien acogidos.
Poco a poco - más gente, coches, ruido,
más mundo bajo las estradas.
Desde Paraguay las ciudades se concentran,
luces se encienden, las cosas pesan,
máquinas se aprietan, colorean las imágenes.
Tal vez porque Paraguay es el margen,
y Pedro Juan Caballero,
el margen del margen.
Peregrinamos torpes como quien buscara
sentido o respuestas, pero sólo escuchara
el gran silencio de la taza de piedra calcárea.
Ella me miró con sus ningunos ojos como si me preguntara
y me calló con sus millones de voces como si me contestara.
Yo no sabía qué decirle ni más me detuve,
saber es peligroso y no suele premiar cómplices.
Al fin del periplo, delante a nuestra mirada agotada
por el lucero de los anuncios y el humazo de las fábricas
se alzó fálica la Ciudad Abstracta.
Ciudad sin horizontes, toda muros,
ajena a la Tierra como una palabra.
Ciudad hecha de aire y de nada.
Yo no intenté leerla, pero se diría
una epístola de amor remitida
a hombres que, por hábito de desveer,
la hubieran devuelta sin más verla,
pero cuya indiferencia la convirtiera
en una maldición de todo lo existente
culpable o inocente.
La claridad difusa en la tarde magenta
se nos arrojó sobre la cara
como agua olvidadiza que nos lavara
de las certezas más tercas.
Se consustanció en nube espesa
que toda la mirada empañaba,
cumpliendo una promesa de opacidad
a manos callosas de objetos distintos.
Después se disipó en su ubicuidad de pulpo y polvo.
Y los pasos quedaron pastosos,
y las calles daban a esconder sus destinos
como a secretos mal guardados,
atravesados constantemente
por una apurada gente.
Pero donde, quizás por olvido, se sigue
arreglando las cosas de siempre:
se hacen compras, se produce gente,
se construyen almacenes,
se miente al mundo,
se calcula lo que se pierde,
y enseguida se conciben
pretextos más seguros.
“¿Usted no acompañó los policías mientras sacaban
el narcótico desde el coche que manejaba?”
Ella sabía y no sabía qué decirles.
Todo le parecía un desierto de sentidos:
no lo sinsentido de lo inquirido,
pero la respuesta que tema en reírse,
no la memoria de lo pasado,
pero lo vivo detrás del memorado.
Pero de mí se olvidan los caminos de volver.
Se me olvida la muerte, mi condena es vivir
entre calles y rostros apagados, que disfrazan
un sin-rostro por detrás de los rostros.
Y nada quedan de historias nombres humores
que antes rellenaban cuerpos.
¿Por que me persiguen sombras de los hombres,
como a una criatura rechazada en la penumbra,
si no traigo contado, no traigo culpa,
para que les dé o me los roben?
¿Qué ojos de almas amontonadas
me observan desde los desechos?
Hay curiosidad en la manera como acechan,
ternura en el cuidado con que intentan
ajustarse al nuestro desprecio.
Más nada no se me acuerda, les digo.
Pues siempre he perdido todo lo que estuvo conmigo.
Los días me dejaran como los novios,
citas, fechas, autobuses que pasaron antes de lo previsto.
Y siempre pierdo todo lo que he tenido,
incluso el olvido.
Y si hubiera al menos un momento,
que suspendiera la sucesión de los eventos.
Momento hecho de sueño y materia,
antes del remordimiento y de su pérdida,
momento para el recuerdo o para el invento
de una música de esferas.
Pero ya no había más tiempo.
Pero ya no había más tiempo.
Un día, el silencio abandonó mi garganta
y llevó consigo mi voz por engaño.
Ésta se elevó en el aire
y se desparramó sobre las calles.
Luego, se aleteó allá de las manos,
como siempre suele una esperanza.